Había salido de trabajar cuando
el sol se escondía. Llegué a mi casa cansado, con la cabeza gacha y la mente
entre pensamientos que eran como páginas de un libro que nunca comenzó a ser
escrito y que nunca acabaría de serlo. Me desvestí y me puse cómodo. Puse la
pava y luego me hice un café. Comencé a leer “El Corazón Delator”. En la mesa otros libros me rodeaban y me
pedían –Sí, ellos explícitamente me pedían y suplicaban –que los leyera; ahí se
encontraba Crimen y castigo, de
Dostoievsky; El túnel de Ernesto
Sabato; El libro de arena y El aleph de Jorge Luis Borges. Leía
lenta y delicadamente cada página de aquel cuento, saboreando cada palabra y
sintiendo cada momento como si estuviese inmerso en él. Me sentía atrapado y no
deseaba, por el momento, que nadie me liberara.
Cuando hube terminado mi tiempo
de lectura, tomé mi campera, mis lentes, mi celular, mi daga de plata y un
trozo de tela que había cortado esa misma mañana (Guardé ambos en el bolsillo
de mi campera). Estaba decidido a hacer un acto de amor, pero primero era
necesario caminar sin rumbo fijo, casi al azar (Sé que no existe el destino,
pero tampoco puedo afirmar que los eventos de la existencia son azarosos) para
tomar aire, mirar la ciudad y estar convencido de que quería realizar lo que, en
efecto, tenía planeado hacer.
Salí a la calle y el viento
gélido de la noche me envolvió acariciándome a cada segundo con las yemas de
sus dedos invisibles. Caminaba y miraba las vidrieras, la ropa, los maniquíes,
los electrodomésticos, los empleados. Armaduras de cartón forjados en la fragua
de la irrealidad. Me dirigí hacia la peatonal siguiendo mi pseudo andar
azaroso. Sólo quería caminar. Anduve entre la gente alucinada por la noche y me
escruté en espejos, viéndome desde todos los ángulos, desde todas las formas,
todos los colores, todas las profundidades. Me escruté en los espejos y los
espejos se escrutaron en mí. Encontré un bar pequeño, ameno, austero,
simpático. Entré.
El lugar –pequeño, austero,
simpático, como ya lo he descripto –tenía en su entrada un cartel de madera que
rezaba “Los Hermanos”. Más adelante
una fila de mesas para dos personas se extendía paralela a la barra que
–cercada de asientos individuales que la enfrentaban –mostraba un importante
arsenal de bebidas cuya gran mayoría yo desconocía. El mozo que me atendió, que
en principio pude divisar tras el incalculable arsenal alcohólico en la barra,
era petizo, casi calvo –el poco cabello que le quedaba había sido invadido por
una hueste de canas –rostro enrojecido en parte por el calor y en parte,
seguramente, por la bebida y un bigote bajo la nariz, que pese a su gris, no
evitó que yo pensase en Mario Bros. El mozo me saludó muy amablemente y me
preguntó qué iba a pedir. “Una cerveza”,
le dije mientras sacaba del bolsillo de la campera un cigarrillo. “Le traigo también un cenicero”, dijo
Mario Bros mientras esgrimía una sonrisa paternal y cálida como la de un
abuelo. Mientras esperaba al mozo y mi cerveza, saqué la daga de plata de mi
campera, junto con el trozo de tela. Comencé a limpiar el primer objeto
mientras observaba el grabado que había hecho en él mi padre décadas atrás. Cogito, ergo sum. Mi padre, un poeta
olvidado de los bares de la ciudad de Buenos Aires, ciudad que yo recordaba con
esa especie de resplandor onírico que siempre envuelve nuestros recuerdos
infantiles. Mi padre. Cogito, ergo sum.
Unas escenas recorrieron mi cuerpo rápido y con emoción.
Levanté la cabeza de encima de mi
daga y su grabado y me encontré con que el mozo y mi cerveza llegaban hasta mí.
Le recibí la botella, los vasos y un poco de maní. Le agradecí con una sonrisa
cordial esperando a que el simpático anciano se retirara rápido. Una vez que
Mario Bros se retiró, me serví un vaso y seguí pasando el trozo de tela sobre
mi preciada daga. Al rato de haber comenzado a beber, guardé ambos objetos en
mi campera y me dediqué a escuchar a dos hombres que estaban a mi lado.
Era una conversación de
borrachos.
–Gracias –le había dicho uno al
otro –la noche sería más oscura sin amigos como vos.
Intercambiaron cumplidos como
“Hermano” e “Ídolo” algunos minutos. Observé que aquellos muchachos de verdad
se amaban, pero no lo suficiente. Ningún ser humano –o casi ninguno –está
preparado para hacer lo que se debe hacer por el prójimo. Quizá la humanidad lo
ha sospechado desde un principio. Es imposible amar al prójimo tanto como a uno
mismo. Cerré mis ojos y di el último trago a mi cerveza. Hice una seña al mozo
y pagué la cuenta. Me despedí con una sonrisa y una palmada en el hombro de
Mario Bros.
Se acercaba la medianoche y la imagen
de Daniela atravesó mi mente como una estrella fugaz. Debía apresurarme e ir a
visitarla. Me interné en las arterias de la ciudad y las recorrí con verdadera
prisa. Yo amaba a Daniela. Nadie que opine lo contrario entiende de qué se trata
realmente el amor. El clima comenzaba a notarse ya inestable; habría tormenta
esa noche, en el noticiero lo habían anunciado. Llegué a su casa. Una pequeña
casa de barrio, linda, acogedora, una casa de familia para ella sola. La había
conocido un año atrás (Me refiero a Daniela, no a su casa) en un show de
música. Comenzamos charlando sobre lo que teníamos frente a nuestras narices y
los grupos musicales relacionados. Poco a poco, fuimos conociéndonos. Ella
nunca me presentó a su familia, ni espero que lo haga. Sólo ella me interesa.
Golpeé la puerta y al cabo de
unos segundos, ella me abrió. No me dijo palabra alguna y saltó a mis brazos.
Entramos y ella me preparó un té. Me dijo que estaba mojado “Tenés que dejar de andar por la noche de
esa forma y de venir sin previo aviso” me había dicho. No le presté
atención. Me acerqué para besarla mientras me daba la espalda, la abracé
fuerte. Fui donde estaba mi campera y saqué el trozo de tela. Volví a ella y se
la coloqué en forma de venda. Pude verla sonreír. Ella debía haber intuido que
lo que venía era un acto de amor, un verdadero acto de amor. Volví hacia donde
había dejado mi campera, empuñé mi daga y cerré los ojos. Ella no lo vería y yo
no lo vi. No hubo testigos y lo que fue siguió siendo lo que era. No dejó de
ser la demostración más grande de amor que un humano puede hacerle a su
semejante. Sin verla, salí de la casa. Ya estaba hecho y yo lloraba de alegría.